2/01/2016

Folklore de postales y folklore de la liberación.

por Pedro Patzer


En estos últimos dos mil años hubo artistas que retrataron o esculpieron a Cristo con hermosas y prolijas heridas, sin embargo también hubo un puñado de artistas que se encargó de denunciar en cada herida de Cristo, la historia sangrienta de la humanidad. Del mismo modo, nuestro folklore ha tenido demasiados cantores que se encargaron de alimentar el cancionero con coloridas postales folklóricas, aunque también tuvo un puñado que consagró su obra a denunciar la colonización cultural que ha padecido nuestro pueblo. Mientras los primeros celebraron turísticamente el paisaje, los segundos reflejaron la unión “paisaje – hombre - historia”: todo lo que el cerro y el minero, todo lo que los cañaverales y el zafrero, todo lo que el río y el pescador pobre, todo lo que el montaraz y la sequía, todo lo que el desprecio de la historia oficial ha hecho del paisaje cultural del indio, del gaucho, del cabecita negra, del descalzo. Es decir, del linaje indoamericano, de la huella indoargentina.
Los hacedores de postales han sido funcionales a la cultura de la oligarquía ya que sus estampas turísticas no generaron preguntas emancipadoras, ni invitaron a reflexionar sobre el otro país, más bien armonizaban con la telúrica mirada del campo y del “interior” del estanciero, aquella que como diría el poeta: “Para el que mira sin ver,/la tierra es tierra, nomás[1]” Estas pintorescas obras fueron aprovechadas por los administradores de la cultura oficial, y por los “nazionalistas” para construir una “tradición buena”, donde el gaucho era una figura casi de publicidad porteña, un gaucho de desfile, un gaucho esterilizado, un gaucho de exportación, un gaucho cual ícono del mundial 78, un gaucho que hasta cantaba una zamba que trata de despiadado asesino al auténtico gaucho: “porque Felipe Varela, matando llega y se va[2]” De hecho, algunos cantores célebres de postales le han regalado ponchos a Videla o han participado de celebraciones organizadas por la dictadura, mientras los otros, los que interpretaron la unión “paisaje- hombre- historia” padecieron persecuciones, exilios, fueron prohibidos o simplemente marginados, como casi no se ha visto en otro género, ni siquiera en el rock.
Los hacedores de postales se encargaron interpretar los cantos de la patria chica, mientras los otros soñaron con los cantares de la Patria Grande. Cuando menciono a la patria chica, no me refiero al trovador que le canta a su pequeña querencia, sino que describo a aquel que considera que la patria es estrictamente lo que indican las fronteras políticas de los mapas, ignorando toda la hermandad cultural que un correntino tiene con un paraguayo, un jujeño con un boliviano, un cuyano con un chileno. Hermandad culturalmente más afianzada que la que tienen con un porteño.
Quién comprendió como pocos la unión “paisaje – hombre – historia”  y, que cantarle a la Patria Grande era contribuir a la emancipación cultural del país, fue Héctor Roberto Chavero que cuando interpretó lo que él denominaba “el llamado de la Tierra”, cambió su nombre por Atahualpa Yupanqui, que en quechua significa: "alguien que viene de lejos a decir algo" ¿A qué lejanía se refería? Tal vez a que no se pueden solucionar los conflictos culturales de nuestra historia sin comprender que nuestra cultura tiene más de quinientos años, tiene la edad del canto de nuestros antiguos, tiene la respiración de todos sus idiomas, de sus dioses, de  sus rituales y sus ceremonias, de sus seres mitológicos, de nuestros misterios que están hechos de todas esas músicas que dicen las selvas y sus hombres, las montañas y sus hombres, los desiertos y sus hombres. El folklore unión “paisaje - hombre - historia” es el yaraví que en el norte se entona para despedir a los muertos y las plegarias de las rezadoras (muchas de ellas en quichua), convocadas para dicha ocasión; este folklore en la llanura es la milonga de voz ronca, ante la orfandad silenciosa de un abismal horizonte o en el litoral el chamamé con memoria guaraní, o el retumbo antiguo del kultrún mapuche, en la Patagonia; pero también es los cantares populares anónimos dedicados a Chacho Peñaloza (el pueblo le hizo cantares a sus caudillos, mas nunca le cantó a Mitre) y la vida con chagas en el Santiago profundo; el folklore unión “paisaje - hombre - historia” es comprender qué pueblos y ciudades con nombres indígenas o criollos pasaron a tener nombres de estancieros o ingenieros ferroviarios ingleses, o por qué el pueblo deposita su fe en la sed de la pagana Difunta Correa o sus esperanzas en un bandolero sagrado como el Gauchito Gil; este folklore es un espejo para recuperar la identidad que la colonización cultural ha intentado borrar. Los artistas que surcan el camino: “Paisaje – hombre – Historia” son los encargados de construir la memoria musical de la Indoamérica, tal como lo refleja el siguiente fragmento del manifiesto del nuevo cancionero3: “La canción puede ser un instrumento de opresión, mediatización y desarraigo de la personalidad social y nacional, o un vehículo revolucionario contra toda sumisión, alienación y vaciamiento cultural no solo de los hombres y mujeres, sino de los pueblos, aún aquellos de milenaria tradición”.
Cabe destacar que por todo el país, hubo (y hay) artistas que han consagrado su vida, la mayoría con muy poco reconocimiento, a traducir el paisaje cultural y ancestral de su región.
Atahualpa Yupanqui advertía: “el hombre es tierra que anda”, si comprendemos y vivimos bajo  este concepto estamos a un paso de la liberación cultural
[1] Campo Adentro. Atahualpa Yupanqui
[2] La Felipe Varela. Zamba de José Ríos y José Botelli
3 – Manifiesto. Movimiento nuevo cancionero. 1963.

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