12/15/2015

Postales folklóricas del bicentenario

por Pedro Patzer

Todos los estilos que los arrieros cantaron en sus fogones; los rezos solitarios de la cautiva en la pampa; el conflicto de dioses en las manos del alfarero; los monólogos del cerro retumban en las cajas; el horizonte esculpe a su medida el silencio del último resero; el sol cuyano en la obra de Buenaventura Luna; el carnaval y sus licencias paganas; los viajes interiores de Yupanqui, aventuras por las andurriales del alma; los sagrados bandoleros y los gauchos milagreros; el circo andariego y los Podestá enseñándonos a ser argentinos; las dulcineas gauchas inventadas por los quijotes matreros; los chingolos como ángeles en las décimas del payador; los barcos del Paraná y sus brújulas de barro; cada piedra como memoria de Abya Yala; el pueblo que no llora a Bairoletto, ya que recuerda sus últimas palabras: "Los que me lloran por muerto que dejen ya de llorar; viviré en el alma del pueblo, nadie me podrá matar"; Borges admirador del coraje del gaucho y Sarmiento conmovido ante la astucia del rastreador; Mercedes Sosa y Charly García reunidos por el viento norte; las seis cuerdas de la guitarra como seis ríos que buscan la mar de la milonga; los changarines de estaciones de pueblo y los estibadores de puerto Tirol; la paradoja que en un lugar llamado Santos Lugares hayan fusilado a Camila O Gorman, por amar; el platero que se inspirara en la luna sin saber que para el mapuche, la luna, kuyén, esposa del sol, llegó a despertar tanta envidia entre las estrellas, que se desató una guerra en el cielo; el viejo paisano que asegura que si el zonda es el canto del pueblo, el yuyo es su silencio; el domador que sabe que amansar el bagual es quitarle el pampero que lleva dentro; Juan Moreira enterrado junto a su perro y Facundo Quiroga deambulando espectralmente por los llanos junto a su moro; el tropero que comenzó conduciendo ganado por los valles y las llanuras y terminó como pastor de nubes, errando en los cielos de las patrias chicas; el erke y la trutruka, trompetas aborígenes, congregan antiguos sonidos de nortes y sures en sus llamadas siderales; en el bandoneón de Piazzolla anidan gorriones y en la verdulera de Tarragó Ros, calandrias. Los muros de las catedrales porteñas y las sagradas apachetas norteñas; La Delfina y Carmencita Puch, encerradas en los calabozos del amor y la locura, penando hasta sus muertes, a Pancho Ramírez y Martín de Güemes; la telera tinogasteña recuperando el arco iris catamarqueño que tanto inspirara a Juan Alfonso Carrizo a ir en busca de los cantares del pueblo; el riachuelo como acuarela de suburbios; la cultura diaguita calchaquí indica que el viento, Shulco, tiene madre, Huayra Puca, mientras que los mocovíes advierten que el viento es el que empuja, de rama en rama, las almas para conducirlas al cielo; la rueda de la vieja carreta cual monumento de los caminos perdidos y la tranquera como renglón del confín; dos hombres, desde hace un siglo, juegan al truco en una almacén del sur; los mineros y sus inventarios de cuarzo y carbón; las campanas y el regreso de los trenes en el recuerdo del ferroviario. Dorrego escribe una carta de amor antes de ser fusilado. Evita se apaga como una estrella que sigue dando luz, por miles de años.Mariano Moreno se sigue hundiendo en la mar, mientras Rodolfo Walsh se hunde en el charco de su propia tinta, la tinta humana. Y un río de miradas nos guía, los ojos de los que lucharon en las invasiones inglesas se funden con los pibes de Malvinas; hay un libro que se escribe en el viento, diría Tejada Gómez, y ese libro es una canción. Hay una canción latente en nuestros corazones, una canción que a veces no alcanza su música, que otras, no consigue su letra, sin embargo esa canción está aquí, entre nosotros, custodiando al dios salvaje de nuestras palabras, al amauta paciente de nuestros silencios.

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