5/14/2015

El diablo, el dios pagano de nuestro folklore


Por Pedro Patzer

Junto a la religión que trajo el conquistador, llegó también su diablo, diablo que fue utilizado para demonizar a la cultura indoamericana. El indio y el gaucho comprendieron que el diablo que vino en barco era un personaje construido por el imperio para colonizar su alma: ¿Si les habían impuesto un Dios para gobernar su cielo, por qué no instalarles un diablo para gobernar su tierra (su ser)?
Santos Vega, el mejor payador de la llanura pampeana, trovador que ningún paisano hubo de vencer en el contrapunto, fue derrotado por el diablo, Juan sin ropa. Es decir, la leyenda más importante de la llanura pampeana relata que su mítico payador fue vencido por un forastero, el diablo, al que denomina Juan sin ropa, no porque estuviera desnudo, sino porque no utilizaba ropa de gaucho, es decir, vestía como un extranjero. La lectura que el folklore ha hecho de la leyenda del Santos Vega es clara: la tradición (el gaucho payador) es derrotado por el diablo (el progreso). Podemos también hacer una interpretación que tiene que ver con la batalla cultural: la cultura bárbara (el gaucho a lo Martín Fierro, a lo Vega, a lo Güemes, no el gaucho de desfile) fue vencido por la cultura civilizada (el forastero, el extranjero, el de otro ropaje) En este caso el diablo es claramente un agente cultural del imperio, aunque si nos detenemos sobre el desenlace de esta leyenda, sabremos que en cada atardecer pampeano, suele escucharse el espectral canto de Santos Vega. Este canto legendario del payador invencible, (vencido) es el himno de la resistencia cultural. Del mismo modo que el pueblo le cantó, entre a otros caudillos, a Chacho Peñaloza y  Felipe Varela (ambos derrotados: el primero degollado y el segundo desterrado) y jamás le hubo cantado a los “civilizados” Sarmiento y Bartolomé Mitre; Vega, en cada poniente de llanura, entona la plegaria de la resistencia cultural: el payador invencible no pena por su derrota ante el diablo, don Santos nos recuerda que hay otro canto latente, una voz ancestral y nativa en el fondo de nosotros mismos, en el fondo de nuestros días, en la raíz de la otra historia, en la geografía de los otros mapas, en el silencio de los otros idiomas que pueblan nuestros silencios.
El diablo también pone su cola en el universo de la zafra. Es creencia que el familiar, un ser sobrenatural con forma de perro negro, ronda los ingenios azucareros  custodiando los intereses de su amo. Se dice que el familiar es un agente del diablo que tiene un pacto con el patrón: él cuida el ingenio a cambio de que todos los años este le entregue un peón de su estancia para ser devorado. ¿Es acaso este diablo intermedio metáfora del sistema económico colonial, el que hizo del país “el granero del mundo”, o mejor dicho: el que le prodigara su materia prima al imperio para que este nos vendiera a precio vil, el producto terminado? Tanto es así que Argentina llegó a comprarle ponchos a Inglaterra, ponchos  que se fabricaban en ese país que nuestra materia prima recuperada con  el sudor y sangre de nuestro peón, sangre (de país) que saciara la diabólica sed del familiar (el imperio), alimentado de zafreros (de los sueños de emancipación económica)
Más allá de Juan sin ropa (símbolo de la colonización cultural) y del familiar (metáfora de la explotación y de la economía colonial)  hay un diablo que el criollo ha construido como figura de la rebeldía cultural, es el diablo que es el Dios pagano de nuestro folklore el que con su desentierro inaugura el carnaval y que con su entierro lo clausura. El carnaval que es un tiempo donde Indoamérica se pone de pie, se apodera de las almas de sus habitantes (muchos de ellos se visten y se vuelven diablos) y deja atrás el orden establecido por la “civilización” para dar paso a la euforia secular de la Pachamama. Del mismo modo, el Zupay, el diablo que habita la salamanca (misteriosas cuevas de Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca) no es el satán que vino en las naves, sino que es un diablo reelaborado por nuestro folklore que le otorga al “salamanquero” poderes para el canto y el baile nativo. Es decir, el diablo del socavón a cambio de un alma (otra metáfora, que se entregue el alma colonizada) prodiga el don de recuperar el vuelo del cóndor dominando el bailecito  o el yaraví, o la oportunidad de rescatar la centenaria voz del amauta en una copla, es decir, el diablo le otorga al salamanquero el alma libre del continente, el eco cultural de Abya Yala

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